Las inundaciones en el Valle del Chubut (*)
Por Carlos Dante Ferrari
Al leer los textos históricos de la colonización, aparece como tema recurrente uno de los problemas más acuciantes que debieron enfrentar los pioneros en el valle y que, para su desgracia, duró casi un siglo. Nos referimos a las inundaciones.
Desde el comienzo, cuando se afincaron en Rawson, los nuevos pobladores no imaginaban hallarse a orillas de un río tan indómito y caprichoso, que podía pasar de la habitual mansedumbre a los más feroces desbordes, barriendo con sus aguas el producto de muchos meses de labranza.
El Camwy no tardó mucho en dar a conocer esta temida faceta. La primera inundación ocurrió a menos de cuatro años de la llegada del Mimosa. El río había estado muy crecido desde fines de 1868. En enero de 1869, justo cuando casi todos habían cosechado tempranamente el trigo, ya apilado en haces y en las primeras parvas, comenzó a llover en forma constante y no paró de hacerlo durante nueve días; algo nunca visto hasta entonces. Según lo cuenta el Rev. Abraham Matthews, el río fue creciendo hasta el límite de su cauce habitual y un domingo a la tarde, mientras los colonos se encontraban en la capilla, se desató una fuerte tormenta eléctrica con lluvia torrencial. El lunes por la mañana el río había desbordado y cubría casi todo el valle, arrastrando consigo todas las cosechas, además de causar la pérdida de 60 terneras recién nacidas que, arrastradas por la corriente, se alejaron tanto que no pudieron ser nunca recuperadas. Esta fue la primera de muchas otras experiencias amargas.
Si bien hubo luego un período de relativa tranquilidad, con algunos ocasionales desbordes, cuando finalizaba el siglo 19 comenzó un ciclo de inundaciones repetidas. La más terrible tuvo lugar en 1899. Las crónicas de los testigos de la época nos revelan el grado de desastre que implicó para la colonia. Quizás la más elocuente sea la descripción que nos brinda Eluned Morgan en su obra “Hacia los Andes”. Transcribimos aquí unos breves fragmentos que nos brindan una idea de lo que fue aquello: “Apenas se vio otra cosa que agua durante los primeros días de inundación; agua y solamente agua, de una cadena de lomas a la otra, sin rastros de río ni de canal, de casas ni tierras; sólo la punta de los árboles que se asomaban aquí y allá, como islas en medio del mar…” Y agrega: “…a la medianoche fue oído un clamor, y he aquí que las aguas llegaron y el pánico y el apuro fueron tan grandes como para crear una confusión terrible. Todo el mundo huía sin detenerse a salvar cosa alguna…” Relata también Eluned que la gente buscó refugio en las lomas y que se veía “… a lo largo de 60 millas, carpas de todo tipo y color, vagones y vagonetas, corrales hechos de matas donde las mujeres y los niños ordeñaban las vacas y los hombres guardaban los caballos y de noche encerraban las ovejas”.
Por su parte, William Meloch Hughes, en su obra, “A orillas del río Chubut”, nos narra algunas anécdotas que reflejan el espíritu y la resignación de aquellos pioneros. Cuenta Hughes, p. ej., que algunas familias habitantes en el centro del valle no pudieron llegar a las lomas. Mientras preparaban para la huida, llegó el agua y lo único que podían hacer era buscar el médano alto más cercano e irse hasta allí con el vagón y los animales, en busca de seguridad. En uno de estos vagones —relata el autor— una mujer dio a luz un varón al que bautizaron con el nombre de Ben Llifon (en galés, “llifo” significa “corriente”). Aclara que el niño se puso bien y con el tiempo se convirtió un fuerte muchacho.
Quizás la anécdota más simpática contada por Hughes se refiere a un agricultor que, iniciada la creciente, regresó a su chacra para ver en qué condiciones estaba su parva de pasto. Se subió a ella para ver si se había humedecido mucho con las lluvias, y de improviso llegó la fuerte correntada, levantó la parva junto con su dueño y los llevó velozmente en dirección al mar. Desde las lomas cercanas, un vecino vio pasar al hombre, que era soltero y excelente cantor; iba gozando del viaje gratuito y cantando “Hen Wlad Fy´n Hadau” (el himno galés) a todo pulmón. Un bote lo siguió y finalmente fue rescatado y llevado a un lugar seguro. El hombre tuvo todavía buen ánimo para decirle risueñamente a su salvador: “Ah, muchacho, la parva se convirtió en un regio barco”.
Ese espíritu de los galeses fue sin duda determinante para soportar todas estas catástrofes. Eluned Morgan cuenta que apenas terminó aquella inundación de 1899, cuando se retiraron las aguas y el cielo volvió a ser azul, los colonos, lejos de ser presa del desaliento, no bajaron los brazos. “La colonia”, cuenta Eluned, “parecía un hormiguero; todo el mundo llevando ladrillos y madera, juncos y sauces a la cumbre de cada loma, donde se edificaba una pequeña vivienda para alojarse hasta que llegara un futuro mejor”.
Grandes inundaciones se repitieron en 1901, 1902 y 1903. Esta última fue tan alta como la de 1899, pero duró menos tiempo. Durante esos cinco años, a pesar de todas las penurias, las familias valletanas resistieron y fueron reconstruyendo sus casas poco a poco. Por fortuna no se perdieron vidas humanas y, en todo caso, esas experiencias trajeron algunas enseñanzas: las casas debían ser edificadas en terrenos altos y con buenos cimientos. También aprendieron a hacer bancos para reforzar los barrancos costeros del río y a tener tierras de pastoreo arriba, en la meseta, para trasladar los animales cuando se repitiera la emergencia.
Hubo otras inundaciones periódicas durante la primera mitad del siglo 20. Las más recordadas fueron las de 1923, 1932 y 1945. La última inundación importante en el valle ocurrió en el año 1958. Pocos años después, gracias a la construcción del Dique Florentino Ameghino, inaugurado en 1963, el fantasma de las inundaciones quedó felizmente conjurado. Solo se produjeron desbordes parciales que afectaron a Trelew en 1992 y 1998, causadas por precipitaciones extraordinarias que hicieron rebalsar el río.
Los colonos y sus descendientes soportaron los embates del río durante ocho décadas, sufriendo cuantiosas pérdidas. Sin embargo persistieron gracias a su Fe, que los impulsaba a continuar, pese a todo. Ellos nos dejaron una gran lección: la tenacidad y la perseverancia son las mejores armas para afrontar los embates de la Naturaleza.
(*) Este artículo integró una serie de notas efectuadas por el autor para un ciclo radial emitido por LU20, Radio Chubut, entre febrero y julio de 2015, con motivo del Sesquicentenario de la llegada al Golfo Nuevo del primer contingente de inmigrantes galeses en el Chubut, en julio de 1865.
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