Contar lo sucedido Por Sergio Pravaz
Cuando nació, en su carta natal había una máquina de escribir tan grande que ocupada cada uno de los planetas de las constelaciones; su signo lunar era una Olivetti portátil y en el horóscopo chino su marca no fue un animal sino un pelotón de letras de hierro forjado. Así nació Roy Centeno Humphreys, marcado a fuego por el designio del periodismo. Estaba escrito en los astros que su casa no estaba en Júpiter sino en el mundo de la información, que luego lo llevaría como una correntada tumultuosa al universo de la literatura. Habitó esos dos espacios como un Houdini bien entrenado y fue en el primero donde se convirtió en un preguntón insaciable; atacaba sin piedad hasta obtener respuesta a las cinco preguntas básicas que luego transformaba en cables para colgarse, hacer piruetas y lanzarse a cualquier lugar del orbe para mirar, escribir y luego contar lo sucedido. Una vez que se cansó de contar siguió contando, pero ahí se largó con el corazón en la mano echando refucilos y se pegó en la frente con la medianera de la literatura; ese fue un momento de alumbramiento; alguien de alguna redacción le dijo: che Roy, vos que estuviste ahí, escribime algo con clima de revista, adornálo un poco, metéle color, corré el alambrado de la síntesis, soltá los hombros y tecleá para estirar las frases, y de ese modo el joven cronista montado sobre la máquina de escribir como si fuera un caballo de carrera en los últimos cincuenta metros comenzó a largar malvones por las orejas, se le escaparon tres suspiros cortos, infló el pecho y una sensación extraña le recorrió el espinazo. Le brillaron por primera vez los ojos y continuó fajándose con las teclas y el espaciador y ya no se detuvo nunca.
En ocasiones lo hacía en el medio de la locura del cierre de edición, ese instante mágico que pesa como un amor mal avenido pero que también saca lo mejor de uno. Y así se construyó Centeno su otro yo, un par fosforescente que le permitió completar sus dos jarras de vitaminas hasta tenerlas parejitas y listas para el primer trago de la mañana, el de la tarde y el de la noche también. Humprehys era capaz de recitar de memoria cualquier manual de periodismo sin abrir la boca, te lo decía con los ojos, con el gesto arisco de su cara y cuando te querías avivar, ya te había masticado de un solo bocado. Un típico animal de prensa que no figura en las obras completas de Horangel porque lo suyo fue la realidad, que de tan apabullante se le metía por los codos y le activaba directamente en los talones, corría de avión en avión para llegar antes y con una puntería infalible disparaba palabras a cargador completo.
Inventario brevísimo: arrancó haciendo traducciones de inglés para diario El Mundo. En el 57 compiló el primer curso básico de psicoanálisis que se utilizó en la Universidad de Buenos Aires (su primer libro) producto de siete notas que hizo para el diario La Razón, tres años antes. Tradujo “A sangre fría”, la célebre novela de Truman Capote. Cubrió desde el ring side la pelea de Alí- Bonavena en el 70, la masacre de Munich del 72 -cuando comandos palestinos ametrallaron a un grupo de atletas israelíes durante los Juegos Olímpicos- y el Mundial de Fútbol del 74 en esa misma Alemania de la tragedia. Fundó un diario en Nueva York, el “Noticias del Mundo”, primer matutino que puso en tapa el asesinato de John Lennon. Estuvo con Illia y con Sandro en Estados Unidos, también con Eisenhower y Frondizi. Fue una de lasprincipales biromes con palanca al piso de la United Press International.
Aunque su pasión por el periodismo lo desbordara y casi nunca hablara de literatura, Centeno fue un escritor prolífico. Su obra es extensa y la mayoría se encuentra inédita; cuentos, novelas y teatro son los anillos de su honra, esos que hacen un círculo de cal para que en su interior descanse bajo el influjo poderoso de la luna y lejos de cualquier abismo.
Fue a la vez un viajero signado por la movilidad permanente; su pasaporte tuvo más sellos que los de cualquier deportista de la actualidad.
Nació en Esquel y rodó por el mundo acicateado por el noble afán de contar para que todos se enteren.
La última vez que lo vi tenía noventa años y estaba en su escritorio frente a una notebook trabajando en un relato. Qué mejor síntesis para alguien que se ganó la vida con la escritura y que repetía con su lengua imperativa que a escribir se aprende escribiendo porque el único secreto es el trabajo, y que a él le gustaba la crónica, ninguna otra cosa, cronista, escribir, estar ahí y hacer el relato. Las cosas son de ese modo o no son.
En el cementerio de Gaiman hay una sensacional escultura de acero inoxidable -una pluma, un tintero y flores, obra del gran Sergio Owen- que lo recuerda como lo que fue, un hombre que no aceptó mediación alguna a la hora de narrar lo acontecido en cualquiera de los envases disponibles en la estantería del periodismo y la literatura: reportajes, crónicas, traducciones o la pura ficción nomás.
John Berger apuntó en una ocasión que la escritura es una lucha por dar significado a la experiencia y aumentar la intimidad con ella. A ver lectores, ¿quién puede dudar que hay hombres que tal vez sin proponérselo, tal vez por la simple dinámica de su oficio y la pasión que los embarga dan perfectamente la talla para calzarse un pensamiento tan luminoso?
Y sucede lo que siempre sucede y en ocasiones nos demoramos en advertir, y es lo siguiente: uno a veces se cruza en la vida con personas que parece que tuvieran la sombra más chica; cuando les pega el sol de frente parece que no dieran sombra o que apenas insinuaran una, pero eso pasa porque cuando nacen se les rompen el molde, vaya uno a saber porque, y es de allí que les viene esa singularidad notoria de su paso por este mundo.
Excelente crónica! Divertida, ágil.
Una crónica «con sombra chiquita» con todo el sol.
Excelente crónica sobre un maestro que desarrollo una obra infatigable y permanente. Felicitaciones a Sergio Praváz por este recuerdo sensible y profundo sobre el querido Roy.